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Presentación
CONFESIONES DE UN PIANISTA

Primera edición digital
Christian Sperling

"Yo nací irónico, desgraciadamente, también nací poeta”, cavila el protagonista de Confesiones de un pianista (1872-1873) de Justo Sierra. El título de esta novela corta sobre la temática del artista remite a la confesión, un proceso en el cual el yo pretende revelar algo escondido y afirmar su esencia. Sin embargo, la ironía es una modalidad que borra las fronteras entre la identidad y la diferencia, así como diluye los límites entre la afirmación y la negación: una modalidad que indica las incongruencias y las fisuras en el sujeto y en el mundo.

De este modo, la novela corta evoca la certidumbre de la que se ufana el Caballero de la Triste Figura, el primer héroe de la novela moderna: “Yo sé quien soy”.1 Es sabido que esta proclamación pone en entredicho la monumentalidad del héroe épico. La ruptura cervantina entre los libros y el mundo, entre el ideal y lo real, fascinó a los románticos como una manifestación ejemplar de la ironía, una metáfora clave de su entendimiento del arte que se propone como arte de la reflexión. El artista se ve en el espejo de su creación, que al mismo tiempo refleja ad infinitum otras obras; la ironía romántica pretende deshacer los límites entre el mundo y la ficción. Por virtud de la ironía el artista gana una distancia soberana y lúdica sobre el mundo y el arte. En el intersticio de estos límites caben dos alternativas que no se excluyen mutuamente: o se describe la transgresión de estos límites en términos de una levedad idílica, un estado de elevación indecible entre lo real y lo ideal, o se concibe, al modo de la agonía romántica, este estado en los términos problemáticos de lo patológico, enfatizando la ruptura entre subjetividad idealista y realidad objetiva.

“Románticos somos... ¿Quién que Es, no es romántico?”:2 una y otra vez se ha afirmado la veta romántica del modernismo. La narrativa de Sierra transita entre estas coordenadas,3 y en el caso de Confesiones de un pianista debe considerarse paralelamente la ironía como tropo de la transición entre estos dos periodos. Así, las fisuras en el texto inscriben simbólicamente algunos signos de la modernidad en la historia de las letras mexicanas. La modernidad, entendida como concepto relativo que depende de un momento histórico concreto, no representa un paso hacia delante en un esquema ingenuamente teleológico y redentor, sino que, en el momento de la novela corta de Sierra, significa la búsqueda de lo transitorio y de lo fugitivo.4 Asumir de manera consciente lo moderno presupone, en primer término, cobrar conciencia sobre la escisión de la sensibilidad en diferentes generaciones. En Confesiones de un pianista, esta postura es el punto de partida de la estética del fin del siglo XIX. En la subjetividad del protagonista, se comprueba esta hipótesis por medio de su visión sin más alternativa que la disolución de la integridad de su yo a causa de la pérdida del origen y del desamparo metafísico. Para el personaje principal no existe redención, ni meta histórica debido a la alienación de su supuesta autenticidad original; con ello se acerca a la postura y a la sensibilidad modernistas.

Un año antes de la publicación por entregas de Confesiones de un pianista en El Domingo, se difundió otra ficción fundacional para la literatura mexicana: La navidad en las montañas de Ignacio Manuel Altamirano. Al igual que en el texto del joven Sierra, Altamirano ficcionaliza una búsqueda de identidad y un proceso iniciático. Aunque en ambas obras el mundo político e histórico se mantiene alejado del mundo diegético novelesco, existen diferencias fundamentales. Mientras que en La navidad en las montañas la circunstancia política inestable está implícita en la propuesta utópica que expresa el anhelo de la reconciliación nacional, Confesiones de un pianista tiende a eclipsar, salvo un breve episodio bélico, el trasfondo político en aras de la descripción de la sensibilidad artística de un personaje que construye un mundo evasivo y artificial. Asimismo, en la novela de Altamirano, la identidad del narrador-protagonista se reafirma y la búsqueda del ser errante confluye en la utopía de la comunidad rural. En cambio, el texto de Sierra describe la ruptura entre individuo y sociedad, así como el fracaso de la búsqueda de la identidad del protagonista. De esta manera, el autor marca una escisión en la novela corta mexicana de la segunda mitad del siglo XIX. Junto a la narrativa comprometida con la construcción nacional y con la edificación moral, generadora de modelos de identificación social, nace el relato del artista y, con éste, la figura problemática del creador y su conflicto entre el yo y el mundo que escinde la personalidad del artista.

En la arquitectura rigurosa del texto es evidente la serie de dicotomías que estructura el proceso semiótico: las transiciones espaciales, la tipología de los personajes y los posicionamientos ideológicos, así como la evolución del narrador, Antonio, el pianista. La trayectoria de éste se caracteriza por su origen provinciano y su arribo a la metrópoli. En ambas coordenadas se genera una transición desde una estructura social acuñada por la tradición, la familia y la religión hacia la vida moderna, glamorosa y laica de la urbe. En contraste con la construcción de “lo auténtico”, simbolizado por la provincia, se dibuja el carácter frívolo y materialista de la capital: “En esa ciudad, por regla general, cuando una persona no es hipócrita, es desvergonzada. Es una sociedad que en sus horas de fastidio piensa en el modo de prostituirse, y en sus horas de placer pone en práctica sus reflexiones, lo que es muy divertido”.

A partir de aquellos valores polarizados, se construye el sentido complementario de las dos figuras femeninas, relacionadas simétricamente con estas dicotomías. El conflicto del protagonista se genera debido a su indecisión por una de las dos mujeres: o Luisa, el amor auténtico, o Emilia, la moderna “serpiente eléctrica”: “Ni tú, Emilia, en el trono del placer, ni tú, Luisa, en el calvario del sacrificio”. Confesiones de un pianista retoma el modelo del amor no correspondido que se traslada del romanticismo europeo a las literaturas hispanoamericanas con María (1867) de Jorge Isaacs. El amor imposible entre los “hermanos”, que parecen destinados uno para el otro, y el lenguaje sentimental que pertenece a esta relación, se complementan con la aparición de un personaje cuyos contornos apuntan tenuemente hacia la mujer fatal de finales del siglo. Ambas mujeres en la novela forman parte de las dicotomías trazadas: Luisa representa el origen auténtico, la tradición, el sacrificio y la piedad religiosa, mientras que Emilia encarna la modernidad urbana, la crueldad, el narcisismo y el placer mundano.

Debido a esas oposiciones, Confesiones de un pianista representa un parteaguas en la novela corta mexicana, pues anticipa posicionamientos que serán programáticos del modernismo: la tendencia hacia lo urbano, la subjetividad introspectiva, la complementariedad entre la mujer frágil y la mujer fatal, el desprecio del materialismo burgués, la oposición del artista a su medio social. Asimismo, cabe mencionar a los personajes secundarios masculinos, Félix y Ricardo, símbolos complementarios del hombre racional y del poeta meditabundo en el modernismo. Sin embargo, esta estética tiene un carácter híbrido, sin que se aprecie aún el culto a la antinaturaleza ni el morbo decadentista. En Confesiones de un pianista repercuten todavía las influencias del romanticismo europeo, ante todo los modelos franceses.5 No obstante, todas estas tendencias anuncian el modernismo que se alimentará, en la década final del siglo, de la narrativa simbolista y decadentista europeas.

En relación con la provincia, el texto describe la sensibilidad del artista como expresión de la naturaleza. Así hace eco de la Genieästhetik (la estética del genio) del romanticismo, en la que el creador representa fuerzas inconscientes y cosmológicas que se manifiestan en la naturaleza. En esta búsqueda de un origen trascendental, la naturaleza es inefable y representa una fuerza interior del genio; éste se acerca a ella (mejor dicho, la exterioriza) por medio del arte. En Confesiones de un pianista esta relación se expresa en el paulatino alejamiento de la naturaleza auténtica y por más que el protagonista cambie de medio, se adapta a la metrópoli y se acerca a la concepción del arte de fin de siglo donde la sensibilidad artística se concibe como enfermedad. En el modernismo maduro y en el decadentismo, la retórica de los nervios y los préstamos léxicos del lenguaje clínico sustituyen al mito romántico de una naturaleza original. Al mismo tiempo, la búsqueda de trascendencia que fracasa, encontrándose con un vacío espiritual, remite a estados patológicos. Desde luego, este desarrollo aún no está plenamente formulado en la novela corta de Sierra. Sin embargo, este Job moderno, el protagonista, encara el vacío existencial y llega a romper con el lenguaje romántico: “Siento cómo van gradualmente hinchándose las membranas parietales de la aorta; siento el golpe de la ola de sangre; cuando me agito un poco me viene una poca a los labios, tengo ganas de gritar para respirar y me parece que Dios hace en mi derredor el vacío material como hizo el vacío moral; pero pasa la sofocación, y me encuentro casi bien, a fuerza de serme todo indiferente”. Así, el anhelo romántico de trascendencia se vuelve estudio de caso, la espiritualidad se traduce en patología, y la búsqueda del “héroe” no acaba en la afirmación de la identidad sino en la pérdida de la misma y se configura un nuevo lenguaje, distante del sentimentalismo romántico.

La novela describe un proceso de enajenación ejemplificado en el agua como símbolo. Inicialmente, en la tierra natal del narrador, el océano es emblema de la naturaleza inefable. De acuerdo con la estética romántica, lo sublime opera como espejo del estado interior del protagonista. Llegado a la urbe, se pierde el contacto con el elemento: aunque una fuente en el jardín todavía invita a la reflexión sobre la imposibilidad de manifestar la ensoñación en el arte, se trata de una naturaleza domesticada, sin las connotaciones sublimes del estado original. Este desarrollo se agudiza cuando el personaje, dominado por el tedio, confiesa que “El mar de mi vida es monótono y tranquilo como todo lo que se compone de fastidio”. La desarticulación entre la vitalidad inicial y la alienación del protagonista —un estado de muerte en vida— se manifiesta por medio de la alusión al agua en estas palabras postreras: “Quiero morir entero, y sólo siento que mis frías cenizas vayan a enturbiar la corriente de algún río en la tierra, o a apagar la fosforescencia en el mar”. El yo señala la fisura entre su subjetividad y el origen. Esta ruptura entre la naturaleza romántica y el sujeto problemático le otorga un alto grado de modernidad a la novela.

El mismo proceso de enajenación se hace patente en la representación del arte en el texto. La novela inicia con la conjunción simbólica de la música con la estatua de Ceres, la fuerza natural perennemente encarnada en el mármol, que domina el escenario con el compañero moribundo del protagonista. Éste expresa su dolor por la agonía de su amigo en una interpretación del quinto nocturno de Leybach. A lo largo del texto, ese leitmotiv musical subraya irónicamente la desemejanza del personaje consigo mismo, pues inicialmente esta pieza todavía exterioriza el dolor auténtico del personaje. Asimismo, es un reflejo de su sinceridad cuando le promete a su madre adoptiva no tocar la pieza para nadie más que para ella. Este tabú designa el origen sagrado del narrador, roto una vez instalado en la urbe, donde Emilia le exige interpretar la pieza como prueba de amor y satisfacción de un capricho. Asimismo, el narcisismo de la amante inspira la concepción de la ópera, una interpretación musical de Romeo y Julieta, que es una proyección del narrador y de su musa vanidosa. Irónicamente su ópera fracasa y resulta “una enorme paráfrasis de Leybach”, según uno de sus críticos. Así, el tema de la pieza persigue de manera ominosa al compositor. El carácter cíclico de la novela corta se manifiesta en el desenlace: se describe el triunfo de la ópera, invirtiendo la concepción inicial y se retoma el binomio muerte-arte, con la diferencia de que el camino transcurrido registra la traición del origen y la alienación del protagonista. El éxito de la ópera se celebra en una sociedad despreciada por el mismo artista y, de modo sincrónico, se describe la muerte de la mujer amada. Así, la trayectoria del leitmotiv significa la pérdida de la identidad del narrador, su muerte simbólica.

Ese desarrollo corre en paralelo con el nivel de las estrategias narrativas. El texto se compone de fragmentos: en la primera parte las entradas del diario íntimo del pianista y las cartas de los personajes secundarios impulsan la narración. De esta manera, se logra una gran complejidad de perspectivas y, en algunos pasajes, momentos polifónicos en los que la intención del protagonista es cuestionada de manera irónica por la presencia de otras voces narrativas. A partir de la concepción de la novela corta como un proceso hacia la pérdida del yo, puede entenderse la ruptura con ese modo narrativo antes del colapso mental del personaje, pues se produce un cambio brusco en la técnica narrativa con la intervención de un narrador heterodiegético que presenta una supuesta reconstrucción del “desenlace vulgar y prosaico”. Con este cambio, el tono confesional e íntimo cede lugar a un tono narrativo de tendencia más objetiva. En sucesión rápida, se alternan fragmentos que describen a pinceladas la agonía de Luisa con la celebración del triunfo de Antonio en la ópera. El contraste entre ambas situaciones subraya una vez más la desarticulación de las dos vidas y la traición del origen.

Para finalizar esta presentación, me permito citar extensamente un texto de Amado Nervo que refleja el camino que recorrió la literatura mexicana durante los treinta años que lo separan de Confesiones de un pianista. La distancia entre ambos textos comprende tanto el mito romántico de la naturaleza sublime como el paraíso artificial y el sacerdocio del arte modernistas que se ofrecieron como compensación de la trascendencia perdida en el proceso de secularización del siglo XIX. La reflexión en “La ciudad literaria” (1902) vislumbra otro giro en el entendimiento de la modernidad, ya que hace patente un punto de fuga desde la ciudad. Así, se complementa la perspectiva que esboza Sierra, pues se invierten las coordenadas espaciales: aún se deplora el origen perdido haciendo reverencias a los que se quedaron en el camino. El más allá de los confines de la urbe conforma un horizonte utópico, inalcanzable:

Ya es tarde. Las cosas y los remordimientos duermen. Sacude el polvo de tus borceguíes y marcha. Acaso al despuntar la aurora, salvada la ciudad, llegues a las lindes de la selva cabelluda en que mora la paz.
Marcha diligente. Esta ciudad apedrea a los profetas y el destino se alía con ella. Aun cuando estés nutrido con el tuétano de león de la ciencia; aun cuando el amor te haya fortificado con la roja fuerza de sus viñas; aun cuando tu alma esté hecha de la substancia misma de los sueños; aun cuando el arte haya purificado tus labios, como lo fueron de Isaías, con un carbón encendido, pasa de prisa.
Acuérdate de la parálisis de Nietzsche, de la camisa de fuerza de Maupassant, del hospital del Pauvre Lélian, del delirium tremens de Poe, del insomnio de Musset, de la obsesión de Strindberg…
La locura, con sus ojos rodeados de antimonio, acecha en una encrucijada. Ten miedo de ti mismo. Algo, desde los íntimos repliegues de tu ser, sube a tu conciencia, y la sombra que ese algo enigmático proyecta es más obscura que todas: se diría una sombra que lleva luto.
Como Midas, embriaga al sátiro que hay dentro de ti, para que se duerma; y cuando lo hayas dormido, bebe el agua austera del desengaño.

Platón refiere en sus Diálogos que Protágoras, al pasar por las ciudades griegas, arrastraba consigo a multitud de gentes que le seguían, embelesadas por su voz, como a un Orfeo. Así fuiste tú por los castillos almenados de tu reino. En todos los postigos había unos ojos, y en todos los ojos una promesa.
Bello eras como Alcibíades, que lo era como un dios; fuerte, y elocuente, y guerrero, y nobilísimo eras como él. Y si él descendía de Jove óptimo, de él descendías tú también. Digno fuiste de ser soldado de Pericles y discípulo de Platón. Digno fuiste de conversar con Jenofonte.
¡Cómo pudiste desvestirte de tanto ideal!
¡Ea! ¡Marcha, marcha, y de prisa! ¿No ves? Abren ya las puertas de la ciudad; más allá está el oro de la montaña, la selva santa, y en la selva santa la paz, y sobre todas las cosas, la aurora. Anda, pues.6

1 Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, Francisco Rico (edición y notas), España-México, Real Academia Española/ Asociación de Academias de la Lengua Española/ Alfaguara, 2004, p. 58.
2 Rubén Darío, “La canción de los pinos”, Poesía, Ernesto Mejía Sánchez (edición), Caracas, Ayacucho, 1977, pp. 334-335.
3 Pedro Pablo Viñuales, “Sobre las raíces románticas del modernismo: los Cuentos románticos de Justo Sierra”, Anales de Literatura Hispanoamericana, núm. 25, 1996, pp. 197-214.
4 Charles Baudelaire, L’art romantique, París, Flammarion, 1968.
5 Candelaria Arceo de Honrad, Justo Sierra Méndez, sus Cuentos románticos y la influencia francesa, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1985.
6 Amado Nervo, “La ciudad literaria”, El libro que la vida no me dejó escribir, Gustavo Jiménez Aguirre et al. (edición), México, Fondo de Cultura Económica/ Universidad Nacional Autónoma de México / Fundación para las Letras Mexicanas, 2006, p. 161.